Un niño de unos siete años, cubierto de pecas por todo el
rostro, se aproximó al puesto de helados. Eran las diez de la mañana, y a esas
horas apenas había cola.
_¡Hola! Dime, ¿Qué helado quieres?
La sonrisa de Gael era igual de encantadora tanto si iba
dirigida a un niño como a alguna de sus conquistas. El niño observó todos los
helados que estaban tras el mostrador. Estiró su labio inferior con el dedo
índice mientras se decidía. Gael siempre era muy paciente con todo el mundo, y
hasta en las situaciones de máxima tensión, conservaba su sonrisa. Siempre se
había desenvuelto muy bien en aquellos trabajos que exigían no perder los nervios y la paciencia.
_Quiero un cono grande de fresa…_ dijo el niño, que seguía
observando los distintos sabores_. Bueno, no, casi mejor de fresa y nata.
Gael sonrió y llenó con una bola de fresa y otra de nata uno
de los conos dobles. Le entregó el helado al niño, pero éste lo miró
desconcertado.
_Perdona…Te había dicho un cono de fresa y nata, no un cono
doble de fresa y nata, no quiero dos bolas.
Gael pensó en lo repelentes que se habían vuelto los críos
con el paso de las generaciones. Él no recordaba haber sido así de pequeño; si
le daban aquel helado se alegraría de tener dos bolas de sabores y no sólo una.
Sin embargo, siguió sonriendo, y con toda la amabilidad del mundo le contestó.
_Es que no tengo un helado de nata y fresa. Si quieres los
dos sabores, te tengo que poner uno doble. Si quieres uno con una sola bola,
debes elegir uno de los dos sabores.
El niño le miró con desprecio, y después observó con
desagrado el helado. Con toda naturalidad, giró su mano mientras sujetaba el
cono, de tal forma que la fresa y la nata observaron las margaritas que habían
aparecido al final del césped. Después, abrió la mano, y con un sonido débil y
definido, las dos bolas de helado cayeron en el suelo de piedra. Gael no daba
crédito a lo que estaba viendo. El niño le miró con una sonrisa de picardía, y sin
pagar, se volvió a meter en el agua. “Al menos ahora, podría juntar las dos
bolas y hacerse un helado de fresa y nata” pensó Gael. Cogió una de las
servilletas grandes que guardaba en uno de los cajones de su puesto, y recogió
las bolas de helado que habían ya perdido toda su forma redondeada, y después
tiró la servilleta en una de las papeleras que se encontraban en las esquinas
de la piscina. Observó al niño de las pecas hacer una ahogadilla a una niña con
un gorro de baño rosa. ¿Acaso ahora los padres no educarían a sus hijos? Cuando
volvió al puesto de helados, alguien le esperaba, pero por suerte, no se
trataba de un niño de siete años. Era Mario. Su sonrisa era infinita. Gael se
preguntó qué habría pasado para que su amigo apareciera en su trabajo con
aquella cara de felicidad. Pronto, sus dudas fueron resueltas.
_Tío, tengo que contarte algo muy importante_ solo le faltó
dar saltitos en el aire para demostrar su alegría.
_¿Te ha tocado la lotería? Si es eso, ¡sácame de aquí, por
favor!_ dijo Gael, recordando el accidente con aquel diablo.
_No, es mejor que eso_ sus ojos brillaban de una manera especial.
Gael los observaba al otro lado del mostrador, preguntándose si aquella luz en
su mirada se debía al sol o a lo que estaba
a punto de contarle._ ¡Carla y yo nos hemos enrollado!
Gael no estaba preparado para escuchar aquello. No se lo
esperaba. Reflexionó sobre lo que había oído, ¿seguro que lo había escuchado
bien? Su sonrisa desapareció, y Mario no comprendía por qué su mejor amigo no
le estaba abrazando, sintiendo la emoción que le había hecho despertarse
cantando aquella mañana, e ir hasta allí sólo para que Gael se alegrara por él.
_¿Qué pasa tío? ¿No te hace ilusión o qué?_ Mario dejó de sonreír,
y le miró confuso.
_Sí, claro_ Gael intentó aparentar normalidad_. Pero… ¿Cómo?
¿Cuándo?
_Anoche. En la cala.
_¿En la cala? Pero… espera… cuando dices que os enrollasteis…
¿te refieres a follar?
Mario se rió y tardó unos segundos en contestar. A Gael,
aquellos segundos de incertidumbre le habían parecido siglos.
_No, pero bueno… nos faltó poco. No llevaba condones así que…
Gael suspiró
aliviado. No entendía por qué le afectaba tanto. Ya había aceptado que Mario
debía ser el que lo intentara con Carla, pero lo que no se había imaginado es
que ella no se hubiera negado. Mario volvió a la panadería unos minutos
después. Últimamente, había faltado bastante al trabajo y su padre ya le había
advertido que como siguiera así, tendría que buscarse otro empleo. Aquella
mañana pasó muy lenta para Gael, y cuando otro niño con pecas le pidió un
helado de chocolate y vainilla, no le sonrió.
A la misma hora, en
otro lugar…
Carla sonreía echada en la cama. Observó el techo cubierto
de madera, y le pareció más bonito que nunca. Apenas había dormido esa noche.
Se había acostado a las tres de la mañana, después de que Mario le acompañara a
casa, y se levantó a las ocho. Estaba demasiado emocionada como para dormir.
Quería verle ya. Las tres horas que habían pasado juntos en la cala, habían
sido las más apasionadas de toda su vida. Se había echado sobre la arena
mojada, sintiendo la frescura del agua que llegaba a sus tobillos. Él, echado
encima de ella, besándola como nunca nadie la había besado antes, mordiendo
su labio superior mientras su mano
ascendía por debajo de la camiseta de ella, llegando a rozar su palma con sus
pechos. Sin que ninguno de los dos dijera
nada, él intentó quitarle la camiseta y ella le ayudó a hacerlo incorporándose
hacia arriba. La prenda de color crema cayó en la arena seca, a salvo del agua salada
y de la pasión que se había desatado entre la pareja. Ella también se la quitó
a él, y comenzó a lamer todo su pecho, deteniéndose en cada uno de sus pezones,
que empezaban a ser saboreados por su lengua y mordidos por sus dientes. Él gimió
de placer, y le desabotonó el botón de su short vaquero. Carla siempre había
parado allí a todos los chicos, pero esa vez fue diferente, sintió ganas de
más, sintió ganas de dejarse llevar y hacer todo lo que su cuerpo le dejara,
ignorando los pensamientos que normalmente siempre la hacían parar; aquella
noche esperó a que llegaran, pero sin embargo, no aparecieron. Él le quitó sus
shorts y los lanzó aún más lejos que a la
camiseta color crema. Entre besos, mordiscos, y gemidos, se escapaban sonrisas,
testigos del placer y la felicidad que ambos estaban sintiendo. Acarició sus
piernas desnudas, deteniéndose en el borde de sus braguitas. Él la miró
esperando una respuesta a una pregunta que no había formulado, y ella asintió
con un gemido. Deslizó sus dedos por debajo de la seda, acariciando el comienzo
de su vello púbico. Ella sonrió. La respiración de ambos se hizo cada vez más
rápida mientras la masturbaba. Para Carla, aquello era completamente nuevo.
Había descubierto un mundo nuevo que hasta entonces había estado prohibido.
Había navegado por océanos revueltos, y le gustaba el movimiento de las olas. Había
entrado en su propio jardín del Edén, y aunque aquella noche, no llegó a morder
la manzana, supo que ya estaba preparada para ello.
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