jueves, 14 de junio de 2012

Capítulo siete.


Un niño de unos siete años, cubierto de pecas por todo el rostro, se aproximó al puesto de helados. Eran las diez de la mañana, y a esas horas apenas había cola.

_¡Hola! Dime, ¿Qué helado quieres?

La sonrisa de Gael era igual de encantadora tanto si iba dirigida a un niño como a alguna de sus conquistas. El niño observó todos los helados que estaban tras el mostrador. Estiró su labio inferior con el dedo índice mientras se decidía. Gael siempre era muy paciente con todo el mundo, y hasta en las situaciones de máxima tensión, conservaba su sonrisa. Siempre se había desenvuelto muy bien en aquellos trabajos que  exigían no perder los nervios y la paciencia.

_Quiero un cono grande de fresa…_ dijo el niño, que seguía observando los distintos sabores_. Bueno, no, casi mejor de fresa y nata.

Gael sonrió y llenó con una bola de fresa y otra de nata uno de los conos dobles. Le entregó el helado al niño, pero éste lo miró desconcertado.

_Perdona…Te había dicho un cono de fresa y nata, no un cono doble de fresa y nata, no quiero dos bolas.

Gael pensó en lo repelentes que se habían vuelto los críos con el paso de las generaciones. Él no recordaba haber sido así de pequeño; si le daban aquel helado se alegraría de tener dos bolas de sabores y no sólo una. Sin embargo, siguió sonriendo, y con toda la amabilidad del mundo le contestó.

_Es que no tengo un helado de nata y fresa. Si quieres los dos sabores, te tengo que poner uno doble. Si quieres uno con una sola bola, debes elegir uno de los dos sabores.

El niño le miró con desprecio, y después observó con desagrado el helado. Con toda naturalidad, giró su mano mientras sujetaba el cono, de tal forma que la fresa y la nata observaron las margaritas que habían aparecido al final del césped. Después, abrió la mano, y con un sonido débil y definido, las dos bolas de helado cayeron en el suelo de piedra. Gael no daba crédito a lo que estaba viendo. El niño le miró con una sonrisa de picardía, y sin pagar, se volvió a meter en el agua. “Al menos ahora, podría juntar las dos bolas y hacerse un helado de fresa y nata” pensó Gael. Cogió una de las servilletas grandes que guardaba en uno de los cajones de su puesto, y recogió las bolas de helado que habían ya perdido toda su forma redondeada, y después tiró la servilleta en una de las papeleras que se encontraban en las esquinas de la piscina. Observó al niño de las pecas hacer una ahogadilla a una niña con un gorro de baño rosa. ¿Acaso ahora los padres no educarían a sus hijos? Cuando volvió al puesto de helados, alguien le esperaba, pero por suerte, no se trataba de un niño de siete años. Era Mario. Su sonrisa era infinita. Gael se preguntó qué habría pasado para que su amigo apareciera en su trabajo con aquella cara de felicidad. Pronto, sus dudas fueron resueltas.

_Tío, tengo que contarte algo muy importante_ solo le faltó dar saltitos en el aire para demostrar su alegría.
_¿Te ha tocado la lotería? Si es eso, ¡sácame de aquí, por favor!_ dijo Gael, recordando el accidente con aquel diablo.
_No, es mejor que eso_ sus ojos brillaban de una manera especial. Gael los observaba al otro lado del mostrador, preguntándose si aquella luz en su mirada se debía  al sol o a lo que estaba a punto de contarle._ ¡Carla y yo nos hemos enrollado!

Gael no estaba preparado para escuchar aquello. No se lo esperaba. Reflexionó sobre lo que había oído, ¿seguro que lo había escuchado bien? Su sonrisa desapareció, y Mario no comprendía por qué su mejor amigo no le estaba abrazando, sintiendo la emoción que le había hecho despertarse cantando aquella mañana, e ir hasta allí sólo para que Gael se alegrara por él.

_¿Qué pasa tío? ¿No te hace ilusión o qué?_ Mario dejó de sonreír, y le miró confuso.
_Sí, claro_ Gael intentó aparentar normalidad_. Pero… ¿Cómo? ¿Cuándo?
_Anoche. En la cala.
_¿En la cala? Pero… espera… cuando dices que os enrollasteis… ¿te refieres a follar?

Mario se rió y tardó unos segundos en contestar. A Gael, aquellos segundos de incertidumbre le habían parecido siglos.

_No, pero bueno… nos faltó poco. No llevaba condones así que…

Gael  suspiró aliviado. No entendía por qué le afectaba tanto. Ya había aceptado que Mario debía ser el que lo intentara con Carla, pero lo que no se había imaginado es que ella no se hubiera negado. Mario volvió a la panadería unos minutos después. Últimamente, había faltado bastante al trabajo y su padre ya le había advertido que como siguiera así, tendría que buscarse otro empleo. Aquella mañana pasó muy lenta para Gael, y cuando otro niño con pecas le pidió un helado de chocolate y vainilla, no le sonrió.

A la misma hora, en otro lugar…

Carla sonreía echada en la cama. Observó el techo cubierto de madera, y le pareció más bonito que nunca. Apenas había dormido esa noche. Se había acostado a las tres de la mañana, después de que Mario le acompañara a casa, y se levantó a las ocho. Estaba demasiado emocionada como para dormir. Quería verle ya. Las tres horas que habían pasado juntos en la cala, habían sido las más apasionadas de toda su vida. Se había echado sobre la arena mojada, sintiendo la frescura del agua que llegaba a sus tobillos. Él, echado encima de ella, besándola como nunca nadie la había besado antes, mordiendo su  labio superior mientras su mano ascendía por debajo de la camiseta de ella, llegando a rozar su palma con sus pechos. Sin que ninguno  de los dos dijera nada, él intentó quitarle la camiseta y ella le ayudó a hacerlo incorporándose hacia arriba. La prenda de color crema cayó en la arena seca, a salvo del agua salada y de la pasión que se había desatado entre la pareja. Ella también se la quitó a él, y comenzó a lamer todo su pecho, deteniéndose en cada uno de sus pezones, que empezaban a ser saboreados por su lengua y mordidos por sus dientes. Él gimió de placer, y le desabotonó el botón de su short vaquero. Carla siempre había parado allí a todos los chicos, pero esa vez fue diferente, sintió ganas de más, sintió ganas de dejarse llevar y hacer todo lo que su cuerpo le dejara, ignorando los pensamientos que normalmente siempre la hacían parar; aquella noche esperó a que llegaran, pero sin embargo, no aparecieron. Él le quitó sus shorts y los lanzó aún más lejos que  a la camiseta color crema. Entre besos, mordiscos, y gemidos, se escapaban sonrisas, testigos del placer y la felicidad que ambos estaban sintiendo. Acarició sus piernas desnudas, deteniéndose en el borde de sus braguitas. Él la miró esperando una respuesta a una pregunta que no había formulado, y ella asintió con un gemido. Deslizó sus dedos por debajo de la seda, acariciando el comienzo de su vello púbico. Ella sonrió. La respiración de ambos se hizo cada vez más rápida mientras la masturbaba. Para Carla, aquello era completamente nuevo. Había descubierto un mundo nuevo que hasta entonces había estado prohibido. Había navegado por océanos revueltos, y le gustaba el movimiento de las olas. Había entrado en su propio jardín del Edén, y aunque aquella noche, no llegó a morder la manzana, supo que ya estaba preparada para ello.





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